17 mayo, 2005

Él tiene un tatuaje grande en el brazo. Ella, la cabeza rapada al 1. Miden más o menos lo mismo, son gorditos y su edad es un poco indefinible (deben tener unos 60 y pico de cuerpo).

Y siempre me los encuentro juntos, sonrientes: en la cola del supermercado, en la calle, en el parque. Alegres como si tuvieran 20 años (de los de entonces, no de los de ahora), como compañeros de escuela que salen al mundo a ver qué tal, mirando cada cosa, disfrutando los detalles.
Se cruzan de vereda para acariciar a "mi perro" cuando nos ven paseando, y desprenden "eso": ese compañerismo en el que casi nadie cree, con todo el mundo. Eso que hace que su alegría curiosa y su calma parezca rara en el medio de tanta miseria humana, de tantos días llenos de humo y de velocidad urbana. Y los ves, paseando juntos, estando en el mundo nomás, sin prisas para saludar a la gente.
Alrededor todos los cansados damos vueltas, con la cara amarga, los "no, es que tengo que....", el no amor. El gris desteñido.

Hoy me los crucé por la calle:

-Vamos a comprar naranjas, ¡te vienes?!

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