20 agosto, 2004

El comienzo del fin de un mundo



El 24 de aquel mes tardó en amanecer más que cualquier otro día. De lejos, el pueblo parecía una acuarela desdibujada por el viento de tormenta, y aunque todos notaron la agitación extraña de los animales, se vistieron con sus mejores trajes y se dirigieron a la plaza porque era el día señalado, la gran fiesta.



La banda empezó a tocar, y la gente reía y bailaba, pero en el fondo sabían que aquel mundo de rituales y sueños protegidos por la selva iba a dejar de existir. Nadie conocía el momento exacto en que acabaría, sólo lo sabían. Era una especie de intuición colectiva que no se comentaba entre los vecinos, una certeza que no necesitaba ser dicha.




La celebración estaba en su apogeo cuando, de repente, todo se detuvo. Los músicos dejaron de tocar y miraron hacia el camino. Se hizo el silencio. Una humareda oscura, enorme, se dirigía hacia ellos a gran velocidad.

Empezó a llover enérgicamente.

Todos quietos, con sus vasos en la mano, sin respirar siquiera, esperaban el cumplimiento de un augurio secreto.



Y fue entonces, en la tarde del 24 de Marzo de 1956, cuando por primera vez un enorme camión de Coca-Cola irrumpió tocando la bocina, alegre, en el medio de la plaza, ante la mirada atónita de los habitantes de la aldea.


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